Edvard Munch, Muchacha al piano. Munch Museum, Oslo
Johannes Stenger
Esta comunicación la elaboré para leerla en las XV Jornada Corpolinguagem / VII Encuentro Outrarte -
II Jornada de Investigación: Formación de la Clínica Psicoanalítica en
el Uruguay; realizadas en la Facultad de Psicología (UR) entre el 6 y 9 de octubre de 2015.
Hacia comienzos de la década de 1970 en Montevideo, la psicoanalista
Aída Aurora Fernández y la pianista y compositora Renée
Pietrafesa, crearon un modelo novedoso de psicoterapia grupal que
incluía a ambas en sus roles habituales: el de la interpretación de
los sentidos del habla y de la música, respectivamente. Algunas
posibilidades del dispositivo fueron presentadas a la comunidad
clínica en el artículo titulado “Las posibilidades de la
función simbolífica en musicoterapia”, publicado en el
Boletín de la Asociación Uruguaya de Musicoterapia (1972,
Año 3, Nº1), con efectos inciertos en cuanto a la recepción o
resonancia que pudiera haber obtenido en dicho colectivo.
Cuarenta años más tarde el artículo presenta la lozanía que
produce la inventiva clínica, cuando agencia en su producción con
el afecto, la sensibilidad y la inteligencia. La experiencia situaba
sus hipótesis en un terreno fronterizo entre un marco referencial de
intervención grupal psicoanalítico y la música como práctica
estética y campo de saber que produce efectos sobre el objeto de la
intervención psicoterapéutica.
En el siguiente trabajo procuro
generar resonancias históricas, teóricas y técnicas con aquel
modelo de abordaje. Observo que se presenta un doble registro
semántico, uno el del lenguaje, otro el de la música como
experiencia inefable. Las intervenciones musicales operaban desde la
semejanza o el contrario con la situación emocional experimentada
por el grupo o proponían una síntesis de su conflicto afectivo.
De esta manera se compondrán los fragmentos de un recorrido que
deriva entre las posibilidades de la invención; la producción y el
uso de las teorías; el orbe freudiano y su ambivalencia con la
escucha musical; el quehacer clínico desde esta región del mundo.
En ningún caso esta búsqueda procura una modalidad de saber
concluyente, sino interrogativa capaz de sintonizar con el espíritu
fermental del modelo abordado.
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Antes
de llegar a la curva que hace el 42 cuando va por Asencio y da la
vuelta para tomar Suárez, vi brillar al sol, como antes, los rieles.
Después, cuando el tranvía va por encima de ellos, hacen chillar
las ruedas con un ruido ensordecedor. Pero en el recuerdo, ese ruido
es disminuido, agradable, y a su vez llama otros recuerdos.
Felisberto
Hernández, Por los tiempos de Clemente Colling
Algo
fermental de aquel entonces pasaba a la clandestinidad en el Río de
la Plata, obviamente también para la interrogación por la
subjetividad. Luego habría retoños, reencuentros imposibles,
saludos postergados. Historias que se ofrecen con sus contenidos
manifiestos, negados y renegados. Puestas en situación,
demarcaciones de diferencias. Un reflejo que trae a la memoria otros
recuerdos. Algunos protagonistas
mostrando el valor de la prudencia.
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Dicen
que mientras tanto, en los primeros años de la década del setenta,
Aída Aurora Fernández se destacaba como psicoanalista en
Montevideo, y Renée Pietrafesa como pianista, compositora e
improvisadora. Aída sería más tarde una de las introductoras de la
enseñanza de Lacan en Uruguay, pero en ese entonces su técnica y
escritura lucían aun el semblante generacional de la bondad y la
maldad kleiniana; así como una sostenida interrogación por los
procesos de simbolización. Renée era por su parte -lo sigue siendo-
protagonista de las vanguardias estéticas y tradiciones de la música
culta. Mujeres de espíritu ecuménico, amigas, viajeras, creadoras.
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En
1972 publicaron “Las posibilidades de la función simbolífica
en musicoterapia”. Dice Reneé que lo escribió Aída a partir
del trabajo conjunto. Allí presentaron a la comunidad clínica
algunas consideraciones teóricas, técnicas y estéticas de su
práctica de análisis grupal con música; según un modelo clínico
que ellas mismas desarrollaban. Al ver que algunos de los tópicos
abordados en esa experiencia siguieron siendo materia de pensamiento
me pregunté qué recepción de esos planteos habría sido posible en
la comunidad clínica de entonces. Algún tiempo de sondeo me
permitió ver que la resonancia fue prácticamente nula y pensé que
acaso la pregunta no tendría más función que sostener un posible
recorrido en la memoria, en los documentos y en los conceptos.
Cuántas experiencias innaugurales después de todo no tienen
resonancia alguna, más aun en estas tierras -que fueran
llamadas- sin ningún provecho.
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En
1960, doce años antes, la interrogación por la función de
simbolización y el lenguaje en
nuestra comunidad clínica, se la puede encontrar en el
artículo Trastornos del lenguaje en psiquiatría, de Jorge
Galeano Muñoz.
Explica que la función de simbolización, en tanto
producto específico del lenguaje, se caracteriza por su sentido
operacional: esto es, que un niño simboliza, supongamos, la
agresividad de su padre en un animal. El autor explica: “La
simbolización no es una simple comparación aceptable entre dos
cosas ni tampoco una relación dialéctica que comprenda los aspectos
pertenecientes de una en la otra, permitiendo la sustitución
representativa de uno por otro, del símbolo por lo simbolizado. Si
una cosa puede ser sustituida por otra, es porque ambas representan,
a su vez, a otra cosa diferente de ellas y esta otra cosa diferente
es lo simbolizante. Es decir, el proceso de la simbolización
comprende al símbolo, lo simbolizado y lo simbolizante. No
habría relación simbólica entre un símbolo y lo simbolizado sin
que exista lo simbolizante, que siempre es un hacer del sujeto”
(1990: 25). Proceso que enfatiza una operación singular de
afirmación subjetiva. Fernández y Pietrafesa hablan no obstante, de
función simbolífica. ¿Porqué no mantendrían el
significante función simbólica,
término en uso entonces y vigente ahora? ¿De qué línea de sentido
querrían desmarcarse? Pienso que el cambio respecto a esta otra
noción más corriente lo trae la intención de trabajar teóricamente
con aquello que la música arrastra consigo, la potencia inefable, lo
indecible de experimentarla y su puesta en la clínica, como
herramienta de intervención no verbal.
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Planteamos
comprender esta práctica produciendo la propia instalación y sus
efectos clínicos, sobre un doble
registro semántico, vehiculizado en la sincronía del trabajo
clínico: por un lado el lenguaje y lo decible; por otro la música
como experiencia inefable. Así podría comprenderse el uso
del término función simbolífica y qué diferencia llegaría
a señalar al terreno clínico. Encontré
ese mismo término en la traducción al castellano de la obra de
Susanne Langer, citada por las autoras, a
cuya explicación dedican los traductores un pie de página: “Langer
emplea el término symbolific
compuesto por el sustantivo symbol
y la descinencia -ific,
con el significado de ´´generador de símbolos´´, ´´configurador
de símbolos´´” (1958: 59). Expresión que permitiría no quedar
pegado a la idea de lenguaje, y sí entonces ligarse a las
posibilidades productivas que desencadena la escucha musical como
experiencia estética.
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Renée
me comentó hace algunos años del trabajo con Aída. Algunos meses
más tarde le pido para entrevistarla. Acepta el encuentro y me
espera con una copia del trabajo publicado en el hoy ilocalizable
Boletín de la Asociación Uruguaya de Musicoterapia, Año 3, Nº 1,
agosto de 1972.
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Trabajaban
con grupos de 8 a 10 personas, “constituidos de manera homogénea
con sujetos que presentan trastornos neuróticos de dificultad de
adaptación, de aprender o realizar tareas productivas y en especial
con incapacidad para verbalizar sus conflictos” (1972: 3). Lo que
concuerda bastante con la inhibición de la capacidad de trabajo
referida por Freud en Inhibición, síntoma y angustia.
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En una
sala amplia los pacientes sentados en forma de medialuna se ubican
dispuestos hacia la psicoterapeuta. Renée sentada a espaldas de los
pacientes frente a un piano, alcanza a mirar a los ojos de Aída;
comienza a tocar sin mediar palabra de su parte. Interpretaba músicas
del barroco, clasicismo o romanticismo europeo; o improvisaba
incluyendo recursos de las estéticas musicales del siglo XX. La
opción de una u otra música la daba su lectura del “momento
afectivo que atravesara el grupo”. Alguna persona comenzaba a
hablar o continuaba el silencio. Decían: la
pianista “devuelve al grupo, por medio de sus
improvisaciones, una síntesis de las situaciones conflictivas que
surgen durante las sesiones”
(1972: 3).
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¿Cómo
se transforma la lectura del momento afectivo
del grupo, en una devolución
musical mediante una pieza o improvisación capaz de sintetizar un
afecto grupal? La
idea de la síntesis introducida por las autoras permite pensar el
ensamblaje de una máquina clínica que pueda agenciarse en dos
funcionamientos básicos: la semejanza y el contrario; antiguos
principios de la medicina hipocrática, que el antropólogo François
Laplantine actualizó para describir los sistemas de representación
terapéuticos contemporáneos, y que a mi entender interesan para
hipotetizar el funcionamiento subyacente a la intuición clínica de
la pianista en el instante previo al primer sonido, momento de máxima
potenciación entre poiesis e inmanencia, instante fecundo del
pensamiento musical/contratransferencial dirigido finalmente a la
producción de un sentido musical.
En el texto de 1972 plantean inicialmente un funcionamiento entre
afecto grupal y música mediante una correspondencia que planteo
ahora considerar contraria. Dicen las autoras: “Según el contexto
afectivo-conflictual por el que esté moviéndose el grupo, se inicia
con la ejecución en el piano de un autor determinado. Por ejemplo
puede ser alguna obra de Bach, o autores de su época, si el grupo se
encuentra en un momento de elación;
si por el contrario el grupo está muy deprimido, puede ser útil
iniciarlo con algún trozo estimulante de la obra de Beethoven.
También solemos iniciar el trabajo con algún romántico, Shumann,
Schubert, etc., si las fantasías grupales aparecen en ese momento
con tendencias a inmovilizar el trabajo del grupo”. De esta cita me
interesa en primer término el interés por desarrollar una técnica
del inicio de la sesión, como momento articulador, en definitiva, de
la composición de cada encuentro clínico. El fragmento ilustra por
otra parte un elemento del funcionamiento de los campos estéticos de
la memoria cultural: me refiero a la posibilidad de generación de
representaciones sobre la naturaleza afectiva, no ya de la obra de un
compositor sino, incluso, sobre los períodos estilísticos en que
las desarrollaron. En otro momento la música comenzó operando
desde la semejanza afectivo-musical, y en otro desde una
recapitulación afectiva hasta sugerir la propuesta de una síntesis
musical, la misma referida a un proceso que el grupo desarrolló en
tres tiempos de una sesión: primero, la situación regresiva llegaba
a situaciones extremas de demanda transferencial, lo que produjo en
el grupo temor por sus posibles efectos, temor al ridículo y a
provocar el rechazo de las terapeutas, “fantasía inconsciente
-explican- del temor al rechazo de la madre”, (1972: 4), que
condujo finalmente a un silencio angustioso. Instalado este
silencio-afecto, allí comenzó a escucharse el piano, recapitulando
un proceso musical análogo al de la vivencia del grupo. Un fragmento
de carácter infantil de la sinfonía “La sorpresa” de Haydn,
glosó primero el estado regresivo inicial del grupo, contrastante
con el silencio-afecto inmanente. “Continuó luego con un complejo
modo de expresar la duda, la contradicción, el temor al rechazo de
las terapeutas”, a través de una improvisación. Para concluir con
una pieza de Bach, una sarabanda de una de sus partitas. De allí
nuevamente se pasaría al registro semántico del lenguaje, con una
intervención verbal de Aída.
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En
el contexto de estos años, esta experiencia y la llamada
Psicoterapia dinámico expresiva,
-entre otras posiblemente- establecían una diferencia entre
posibilidades clínicas “meramente catárticas”
o de “catarsis emocional”
y aquellas referentes a la simbolización,
entendidas respectivamente como descarga económica y modo de
elaboración con valor semántico.
Nuestras autoras refieren estas nociones al explicar un elemento
orientador relativo a la técnica de abordaje: “Sabemos que existen
otras formas más activas de musicoterapia, en las cuales los
integrantes del grupo ejecutan o percuten algunos instrumentos que se
facilitan previamente, pero consideramos que este modo de realizarla,
se acerca más a una catarsis emocional, que a la concientización de
los problemas que emergen en el trabajo con el grupo de pacientes”.
Tampoco era un principio rígido, eventualmente podían proporcionar
una cítara o integrar clínicamente el acercamiento de un
participante del grupo al piano y su expresión en él. Pero, en esto
insistían y resulta interesante por lo incipiente de la técnica y
el abordaje, “creemos que el beneficio terapéutico de la música,
se da en mayor grado en el encuentro de su contenido simbólico con
las significaciones inconscientes del sujeto”. Que así comprendían
el símbolo, siguiendo a Susanne Langer: produciendo sentido en la
singularidad del sujeto, cuyo significado no se encuentra fijado
previamente (1958: 274).
Referencias
Carrasco, J. C. (2010) Aportes II. Comentarios sobre
una práctica psicológica. 1959-2008. Montevideo: Edición del
autor
Fernández, A., Pietrafesa, R. (1972) “Las
posibilidades de la función simbolífica en musicoterapia”,
Boletín de la Asociación Uruguaya de Musicoterapia (1972,
Año 3, Nº1)
Freud, S. (1988) Inhibición, síntoma y angustia.
Volumen 16. Bs. As.: Hyspamérica
Galeano Muñoz, J. (1990) Un itinerario: artículos,
textos. Montevideo: Trilce
Langer, S. K. (1958) Nueva clave de la Filosofía.
Bs. As.: Sur
Laplantine,
F (1999) Antropología
de la enfermedad. Bs.
As. Ediciones del Sol.